Introducción, “El Bicentenario” 200 años de moda, arte, diseño y cultura Por el Sr Carlos Aguirre Saravia
Representa un verdadero desafío escribir sobre la historia de la moda en un país tan fascinante y contradictorio como la Argentina. Fascinante, por la mezcla de razas y culturas; contradictorio, por esa misma razón. Antes de describir la moda desde 1810 en adelante, quisiera aclarar ciertos conceptos relacionados con nuestra amada Argentina para comprenderla mejor. La evolución de la moda en nuestro país está marcada por las formas y modales antes que por sentimientos profundos. Los argentinos son elegantes, y bellos, pero no tienen estilo. ¿A qué nos referimos cuando hablamos de estilo? Cada persona es un ser único, y su rasgo más importante es organizar todo desde el propio conocimiento de sí mismo. Es libre y original, a pesar de los cambios de moda y costumbres. Tener estilo es sacar lo propio, es la tarjeta de identificación, y se vincula a la seguridad en uno mismo. No siempre es sinónimo de ser elegante, dado que esto último implica estar sujeto a los dictados de la moda con total armonía entre líneas y colores. Y mientras esta armonía es “exterior-exterior”, tener estilo es, precisamente, lo contrario: “exterior-interior” (la ropa de acuerdo con su personalidad). En Argentina existen los conservadores –los que mantienen las cosas como están y rechazan cambios– y a los dóciles –aquellos demasiado atentos a los cambios–. Ambos sufren una falta de estilo, ya que carecen de creatividad. ¿Cuáles son las causas de este fenómeno? La mujer argentina es insegura por tradición hispánica; depende del varón, de su aprobación. Al mismo tiempo, el varón argentino es inseguro y necesita que su mujer no sea original, sino discreta, porque, para él, la mujer es un enigma. Conocerse a sí mismo (primer paso para tener estilo) implica dolor y trabajo. Y ella apela a lo cómodo; se “muestra” antes de “ser” quien realmente es. Para evitar el problema de ser diferentes, los argentinos se agrupan, se integran en la uniformidad, donde se recibe comprensión y estima. Por el contrario, ser original y libre no recibe consideración alguna. Se teme no cumplir con lo que los demás o el grupo espera de ellos. Esto se ve reforzado gracias a los grupos autoritarios que privilegiaron la inseguridad, el temor al ridículo y al chisme (otra vez nuestra herencia española), que impiden el conocimiento de uno mismo. Existen mitos urbanos: las personas excedidas de peso usan el negro, un psicólogo o un estudiante de bellas artes se viste de determinada manera… Las creencias reemplazan el conocimiento de uno mismo. La inmigración masiva aumentó el temor al ridículo y acrecentó el uniforme. En Argentina, la moda “aceptada” brinda seguridad. Comencemos con los estilos de moda de 1810. En 1776, cuando se creó el virreinato del Río de la Plata, el interior abastecía a Buenos Aires, que era más pobre. Buenos Aires era plebeya; el interior, aristocrático. Pero cuando en 1776 se abrió el puerto a España, el interior dejó de enviar productos: había nacido la importación. Hasta los gauchos utilizaban ponchos y prendas de Inglaterra. Hasta 1810 se usa la moda a la española –faldas largas y anchas, enaguas trabajadas, camisa de lino con encaje, el chaleco o chupa ajustados, mangas angostas y largas, mantillas de seda o el rebozo (pieza de género rectangular, clara cubriendo cabeza y hombros); peinetas pequeñas y zapatillas de seda bordadas o brocato y tacos altos de plata– pero influenciada por Francia, con el “panier” o miriñaque de aros. En España se le agregan detalles nacionales: abanico, mantillas y flores en la cien. Pero la moda española llegada a Buenos Aires era pacata y pobre. Las damas reflejaban su condición más en los modales y en la coquetería que en los vestidos, que se pasaban de madres a hijas. La moda no estaba asociada al prestigio de clase y, por este motivo, la gente de menores recursos se vestía bien.
El 1808 aparece el estilo imperio en Argentina. Eran vestidos túnica de muselina fina, abiertos, con el talle marcado debajo del busto, una sola enagua (humedecida por las damas más osadas para que pudieran verse las formas de las piernas) y escotes muy pronunciados. Las damas se enfermaban con la fiebre de la muselina. Mientras en Francia se impuso el vestido Josefina, que consistía en una sobre túnica de terciopelo, aquí se utilizaban mantos.
En 1820 se mezcla el imperio francés con el español. Se deja de lado el sombrero y se adoptan en su lugar mantillas, abanicos y flores, como en España. La importancia de la mujer en la vida política y social (tertulias), y los figurines de moda de 1820 aceleran la llegada de la moda europea. La importancia del traje en el varón reside en el chaleco. Utilizará, hasta 1800, ropa borbónica (de los Luises de Francia), luego se ajustará a la moda inglesa (dandy), inspirada en el bello brumel. Este traje, con pantalones muy ajustados, botas altas, levitas con hombreras y corbatas es, modificado sólo en detalles, el que se usa hasta hoy.
Por su parte, los gauchos utilizan, hasta 1850, vestimentas a la “andaluza”: calzones largos –cada vez más largos, ya que no había alambrados en los campos y el gaucho cruzaba a “campo atraviesa”– de hilo con encajes, chaquetas cortas, sombreros altos, descalzos o “botas de potro”. El salteño utilizaba –y aún hoy lo usan, ya que son los más traidicionalistas– lo que sería el cubre calzones de cuero. A partir de 1850, con la guerra de Crimea, se introduce la bombacha que llega como regazo, y es usada por el gaucho. Ya hay alambrados de un 1,5 cm de ancho y desaparecen los calzones. Las boinas son herencia de los vascos.
A partir de 1830 surge el Romanticismo, el “culto al yo”, al ser individual. Este individualismo (desprecio de lo formal, búsqueda del color local, afán de destacarse a través de la vestimenta y del aspecto físico) lo cambia todo. Buenos Aires se vuelve más rural, ya que los paisanos y estancieros armados manejan el poder gracias a Juan Manuel de Rosas. Y Buenos Aires, que se había alejado de España (estilo imperio), retoma las tradiciones hispano-criollas. Enormes peinetones (por exageración de lo hispánico) y el color punzó, símbolo del poder y de los federales, que utilizan cintas de este color. Las damas federales lucen moños punzó, una de las primeras manifestaciones auténticamente argentinas de la moda.
En las casas se encuentran vestidos y tapizados, ya no se utilizan mantillas. Pueden verse vestidos recargados y mangas “pata de carnero”, nada prácticos para el trabajo pero ideales para actividades sociales. Con la llegada del carey al país, el peinetón, símbolo de prestigio entre las damas, se volvió cada vez más grande. Hacia 1840, y a pesar de Rosas, la moda comienza a afrancesarse.
No obstante, la moda española volvió, gracias a Eugenia de Montijo (mujer de Napoleón III), en las grandes mantillas de encaje usadas en Argentina hasta bien entrados los años sesenta. En 1850 se llevaban ocho enaguas, y las damas se asemejaban a flores dadas vuelta. Ese mismo año aparece Worth, el primer creador de alta costura en Londres y el inventor de la crinolina (una sola enagua rígida que reemplaza a las ocho usadas para conferirle volumen a los vestidos). Hacia 1860 desaparecen los peinetones: se usa el cabello partido al medio. Francia nos envió los chals de seda, y en la Argentina donde no se usan sombreros, llegó la capota en 1850, que se usó hasta 1870. El color más utilizado fue el colorado en todas sus gamas, el blanco a partir de 1845, pues el celeste, el azul y el verde eran unitarios (los federales arrojaban pintura roja a las damas que los llevaban). El oro y el amarillo vinieron de Brasil; el negro se asoció al duelo y, en consecuencia, la moda.
En 1850 desaparecen las tertulias en las casas y se funda el “Club del Progreso”. Luego de la Batalla de Caseros de 1852, Buenos Aires se vuelve opulenta gracias a las fortunas provenientes del comercio, se importa la moda brillante y recargada del II Imperio (Napoleón III y Eugenia de Montijo), y Buenos Aires deja de ser una aldea. Para 1890 Buenos Aires ya se preparaba para un fin de siglo brillante. Éramos una de las primeras potencias mundiales.
Hacia 1870 “la gran aldea” se convierte en una ciudad cosmopolita y elegante. Un año después, como consecuencia de la fiebre amarilla, las clases altas comenzaron a levantar sus palacios en barrio norte, y el negro, el color del luto, se puso de moda, y se usó aun en los trajes de novia hasta 1914. La moda cambia: desaparece el miriñaque y surge el polizón. Esta línea de llevar toda la importancia del vestido hacia atrás continúa, aunque, con modificaciones, hasta 1914. Se lucen vestidos muy adornados y telas de tapicería, por lo que las damas debían sentarse con cuidado para no resbalar de los asientos. El uso de pendientes largos es característico de la Argentina, y esto confería a las niñas, al mover la cabeza, cierto aire angelical. El corset, que surgió entre 1830 y 1840, se utilizó con una frecuencia inaudita, y marcaba la diferencia entre las clases sociales: las obreras no lo utilizaban, a diferencia de las damas encorsetadas, que no trabajaban. Se usó hasta 1910, gracias a la difusión del deporte. A partir de 1890, desaparece el polizón y se llevan drapeados en las faldas. El diseño es menos complicado: queda solo una enagua, y las faldas se llevan sujetadas a un costado. La blusa de lencería aparece con fuerza con cuellos con ballena y mangas abuchonadas.